Caza de muflón a rececho en la Muela de Cortes: un reto para el cazador

Carlos Pastor -

29 marzo, 2021

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Dos días necesitó nuestro redactor para dar caza a los dos ejemplares, macho y hembra, con los que había resultado agraciado en los sorteos que cada año se convocan en este paraje natural de la Comunidad Valenciana.

Muflón. ©Shutterstock

23/03/2021 18:31 Edu Pompa

Sostuve nervioso el sobre con membrete de la Consejería de Medio Ambiente de la Comunidad Valenciana que acababa de recoger del buzón. Ansioso, no perdí el tiempo en buscar el abrecartas y lo rasgué con mis propios dedos: me había tocado un permiso de muflón macho selectivo tipo 1, que corresponde a ejemplares de entre 170 y 184 puntos, en la Reserva Valenciana de Caza Muela de Cortes. Es decir, podía cazar un trofeo de los conocidos como ‘representativos’, muy cercanos a medalla –uno de 185 puntos ya es considerado bronce–. Releí la carta con detenimiento. El permiso incluía también una hembra que debía cazarse obligatoriamente con cada macho, ya que la densidad de éstas, según el informe adjunto, era demasiado elevada.

Unos días antes contacté por teléfono con Daniel Barruelo, el guarda que me había sido asignado. Éste me recomendó un buen hotel en Cofrentes, un pueblo de la zona en el que pernoctaría la noche antes junto a mi padre, que no estaba dispuesto a perderse mi primera tentativa de abatir un muflón en abierto. Y allí llegamos el martes 29 de enero de 2013 tras casi cuatro horas de viaje desde Madrid. 

En marcha

Tras la cena, decidimos retirarnos pronto para descansar lo mejor posible, algo que mis nervios me impidieron. A las 07:00 horas, mi smartphone entonaba una de mis canciones preferidas de Enya. «¡Vamos allá! Hoy es el gran día», pensé, y después de desayunar pusimos rumbo a Jalance, el pueblo vecino, donde habíamos quedado con el guarda a las 08:00. Llegamos quince minutos antes y Daniel ya nos estaba esperando en el lugar acordado. Nos saludamos y cargué morral, trípode y rifle en su Nissan Terrano para, nada más subir a él, mostrarle mi licencia y seguro. Tras comprobar que todo estaba en regla, arrancó el vehículo y en apenas diez minutos nos hallábamos inmersos en plena reserva.

Comenzamos a ascender por un camino, y al superar la segunda curva divisamos nuestro primer macho. Daniel lo observó con sus prismáticos: «Algo así es lo que buscamos. Debe de andar cercano a los 180 puntos». Precioso, además de un poco confiado, ya que aguantó el tipo a apenas un centenar de metros de nosotros, desafiándonos con su mirada. «Éste aún puede dar más», sentenció el guarda, y reemprendió la marcha. No tardamos en llegar a unos barrancos muy querenciosos. Me asomé a uno de ellos y una pelota de más de 20 ejemplares se dispersó a gran velocidad entre los pinos como alma que lleva el diablo. Pudimos distinguir tres machos, algo pequeños, y un buen número de hembras. Recordé que Daniel me aconsejó centrarme primero en el macho, así que continuamos la marcha en el todoterreno hasta llegar a una de las partes más altas de la reserva. 

La primera entrada al muflón

Desde allí, con el Cerro de La Muela de fondo y la ayuda de nuestros prismáticos, escudriñamos el valle alfombrado de olivos. Entre ellos divisamos un grupo de nueve ejemplares, seis hembras y tres machos, pero la distancia nos impedía valorar el trofeo… así que decidimos realizarles una entrada. Recorrimos unos 400 metros tapándonos con los olivos hasta, casi sin pretenderlo, situarnos a apenas 60 metros del grupo. El guarda frenó en seco y volvió a echar mano de sus prismáticos: «Puedes tirar al que nos está mirando ahora». Coloqué el trípode, apoyé el rifle, apunté y… observé como un macho más pequeño se interponía en la trayectoria que debía describir mi bala. Vacilé… y el grupo de muflones tomó las de Villadiego. «¡Maldita sea!», me resigné.

La Reserva Valenciana de Caza de La Muela de Cortes.

El disparo era muy arriesgado, y seguimos escudriñando la reserva. Vimos varios grupos a los que era imposible acercarse, hasta que al trasponer un cerro Daniel me ordenó que me agachase. Casi a gatas llegué hasta su posición y me asomé: en el borde del camino pastaban una decena de ejemplares, y uno de ellos daba el perfil. Daniel me apremió a que lo tirase, ya que una de las hembras miraba hacia nuestra posición. Encaré el rifle y lo busqué en el visor, pero no fui tan rápido como exigía la situación: desconfiados, corrieron a esconderse entre los cercanos pinos. 

Al mediodía ya contabilizábamos varias entradas infructuosas, y hasta la tarde no divisamos muchos más ejemplares. El sol había elevado la temperatura ambiente hasta los 18 grados centígrados, y los animales se habían retirado a descansar en lo más espeso del monte. En las siguientes dos horas no vimos un alma, así que decidimos comer algo para recuperar fuerzas. Poco después de las 15:00 horas ya escudriñábamos los olivares donde realizamos la primera entrada, pero se los había tragado la tierra. Ni rastro de ellos, sólo de unas hembras de cabra montés que campaban a sus anchas como si supieran que con ellas no iba el tema.

A última hora de la tarde realizamos unas cuantas asomadas en barrancos donde Daniel tenía localizados varios grupos de muflones. Divisamos tres grupos. Sólo el último de ellos nos permitió acercarnos, pero optamos por no disparar al único macho del grupo: portaba un espectacular trofeo… y ese no era nuestro objetivo. Tras agotar hasta el último rayo de sol decidimos descargar el rifle y retirarnos a nuestros cuarteles para intentarlo de nuevo al día siguiente.

Segundo día de caza

A la misma hora que la mañana anterior ya estábamos en el todoterreno de la reserva que conducía Daniel. La estrategia: registrar cada palmo de terreno del valle de olivos donde habíamos localizado tres buenos machos, pero allí no vimos nada y nos dirigimos de nuevo a la zona más alta de la reserva. Recorrido un buen trecho, logramos asomarnos al lugar donde sólo unas horas antes no me habían dado opción para el disparo. Allí estaban, en la zona desbrozada junto al camino, careando con toda tranquilidad… Pero faltaba una hembra que, alertada por nuestros pasos, miraba hacia nuestra posición.

Al primer intento de acercarnos salió corriendo hacia el monte, con la fortuna de no arrastrar con ella al resto del grupo. Ajenos a su espantada, tres grandes machos caminaban con la cabeza agachada. Daniel los observó y me dio luz verde para tirar a uno de ellos. La distancia me parecía exagerada, así que recurrí a mi telémetro para corroborar mis sensaciones: 363 metros me separaban de mi objetivo. Otro tiro, de nuevo, demasiado arriesgado.

El primer disparo

Tapándonos con los pequeños y escasos pinos carrascos que se erguían junto al camino, nos aproximamos a cámara lenta en una entrada perfecta. Al llegar al último pino tomé otra medición: 246 metros. Habíamos tardado más de 20 minutos en recortarles poco más de un centenar de metros. Suficiente: uno de los machos se había encaramado a una roca ofreciendo un blanco perfecto. Daniel vaciló: «Creo que puede rozar el bronce… Espera». A través de los prismáticos se cercioró de que entraba en mi permiso. «Inténtalo si quieres». El disparo rompió el silencio. La polvareda, por encima del animal, y su estampida, sin acusar el tiro, indicaron que lo había fallado. Nos acercamos a la piedra. Ni gota de sangre. Volver a empezar. Al mediodía, en apenas dos horas, los animales volverían a refugiarse en el monte. El tiempo corría en nuestra contra.

Edu y su padre posan con el macho.

De vuelta al coche fue mi padre quien nos advirtió de la presencia de tres machos tumbados en el testero de enfrente. Con exagerada cautela, realizamos una entrada hasta alcanzar una distancia de tiro adecuada, pero uno de ellos se había percatado nuestra presencia y se levantó rápidamente. Daniel los observaba mientras yo medía la distancia: 136 metros. Apoyé el rifle. «Puedes quitar el del centro», me dijo, «pero tíralo deprisa que se va». Antes de meterlo en la cruz del visor, el animal se incorporó y el de su izquierda emprendió la huida. Accioné el gatillo sin darle tiempo a reaccionar, y cayó seco sin dar un solo paso. «¡Bien! ¡Buen disparo!», gritaron al unísono Daniel y mi padre, que había decidido esperarnos unos metros atrás.

Y ahora, a por la hembra de muflón

Se trataba de un bonito muflón ‘acabado’ de unos nueve años. Daniel realizó las pertinentes mediciones y, tras la sesión de fotos de rigor, cortamos el trofeo y colocamos a la canal su correspondiente precinto de «animal muerto» para dejar constancia de que había sido abatido legalmente. Era el turno de la hembra, esta vez con la tranquilidad de haber dado caza ya al macho, a priori más difícil. Tras un par de recechos en zonas donde nuestro guía tenía localizados varios grupos de muflones, una permitió que nos acercáramos a apenas 100 metros.

Apunté pero echó a correr. Estábamos a poca distancia, así que decidí disparar en plena carrera… ¡y logré abatirla! Tras tomar las fotos de rigor y colocar el precinto al animal regresamos a Jalance, donde nos despedimos de Daniel para regresar a Madrid poniendo fin a dos días de caza en plena sierra, entre pinos, brezos, romeros y aliagas, disfrutando de hermosos paisajes y de majestuosos animales. Si la suerte vuelve a sonreírme en otro sorteo, repetiré. Sin duda.

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